Comúnmente escuchamos el famoso dicho que dice, “no quieras tapar el sol con un dedo”. Con tanta frecuencia nos encontramos, precisamente, haciendo eso; ya que, uno de los esfuerzos más grandes de los seres humanos es ocultar lo que verdaderamente somos.
A una vasta mayoría nos interesa mucho lo que la gente ve, piensa, o habla de nosotros. Buscamos la manera de maquillar los errores, de justificar las acciones, de esconder las evidencias porque se le teme a la crueldad de la opinión pública. Sin embargo, todo mundo tiene esqueletos en el closet; a unos se les descubren y a otros, es sólo cuestión de tiempo.
Al ver la vida del apóstol Pablo, nos damos cuenta que no ignoró la realidad de sus luchas internas (Romanos 7:22-23), y su aguijón en la carne (2 Corintios 12:7). Además, sacó a solear su canasto de ropa sucia ya que, a través de sus escritos expuso las atrocidades que hizo en el nombre de la religión.
No hay duda que esas acciones le causaron dolores de cabeza y vergüenza; sin embargo, cuando el momento llegó, buscó el perdón de Dios y la presencia transformadora del Espíritu Santo. ¿Regresaría Pablo a las atrocidades de su vida pasada? La respuesta corta es, no. Al llegar al final de su carrera lo encontramos en paz, diciendo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).
Es, en esa carrera de su vida que nos advierte diciendo que “somos cartas leídas por todos los hombres” (2 Corintios 3:11); es decir, tengamos cuidado ya que, todo mundo nos ve .